“Fede, nos estamos preparando para la gran guerra.” Aquellas palabras, susurradas en una cena en Washington por un viejo amigo de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, me estremecieron. No reveló secretos de Estado, sino que dejó que el lenguaje más elocuente de todos —el dinero— hablara por él.
Durante más de cuarenta años, el neoliberalismo fue el sistema operativo del mundo. Redujo el papel del Estado, glorificó la eficiencia, desmanteló lo común y trasladó el poder a los mercados. Bajo su lógica, todo se podía optimizar, tercerizar y monetizar.
En un mundo donde las líneas entre el bien y el mal se desdibujan constantemente, la brújula moral que alguna vez guió a las naciones parece haberse roto. En el pasado, la Casa Blanca, el Vaticano y la corona británica fungían como referentes de estabilidad moral, dictando no solo políticas, sino también marcando un estándar de comportamiento y ética global.
En la vasta extensión de Norteamérica, la diferencia entre “crear” y “confeccionar” es fundamental para entender cómo podemos construir una región verdaderamente integrada y rica en diversidad.